11 de octubre de 2008

Estrellas

*Advertencia: Este relato no contiene diálogos. Antes de leer el relato recomiendo descargar el siguiente video http://es.youtube.com/watch?v=QEx-QrgYido (se trata de la canción que lo inspiró para que ambiente la historia).*

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En ésta triste historia no hay nombres, los hubo, pero se perdieron arrastrados por los vientos otoñales del tiempo. Nadie los recuerda. Ninguno realmente supo de éstas clandestinas escenas… Pero se relata y cuenta la leyenda urbana…

Todo empezó una fría noche a principios del siglo veinte, cuando proliferaron los cabarets a lo largo y ancho de Europa, particularmente en Francia y en Alemania. En uno de éstos excéntricos y pícaros locales trabajaba de camarera y bailarina nuestra primera protagonista: una chica extranjera por esos lugares, de complexión delgada, llegando a la “esmirriadez”-depende de con el ojo que se mire- de cara ovalada enmarcada por una larga melena ondulada azabache; de mejillas sonrosadas, labios pálidos y orbes color argente.

Esa noche el cabaret había cerrado ya sus puertas, alta la madrugada, y los que allí trabajaban recogían y adecentaban como podían el local. Nuestra protagonista estaba ensimismada restregando un trapo, más limpio que sucio, por la barra hasta que el sonido estridente de las risas de una de sus colegas la despertó de su ensueño.

En uno de los pequeños y viejos sillones estaban dos de sus compañeros compartiendo más que palabras y dándose más que caricias delante de todos, seguramente otros estarían entre bambalinas haciendo lo mismo, otros apurando vasos de absenta sentados alrededor de una de las mesas mientras fumaban y jugaban a algún juego de cartas, mientras, los demás recogían sus penas, sus instrumentos y sus atuendos para irse a casa, ella era de los últimos. Cada uno ahoga las penas como mejor le viene en gana, fue lo que pensó. Porqué obviamente, trabajar y vivir cómo y dónde lo hacían no era del gusto de nadie… O, al menos, de pocos el gusto.

Sin ni siquiera decir una palabra de despedida, salió por la puerta de atrás, únicamente para los que allí trabajaba. Cogiendo su bolsa de cuero desgastado, donde llevaba su ropa de calle, aún con el atuendo de trabajo, se dirigió a la pensión donde vivía con paso raudo, a causa del frío más que del temor a que le ocurriese algo. De camino a la pensión pensó en cuán concurrido había estado el local aquella noche, lleno de obesos burgueses de largos bigotes e iguales manos, acompañados muchos por sus respetabilísimas mujeres igual de orondas… Pero, cuando salió a actuar, entre todas esas caras horrendas y grasas resplandeció con luz propia una suave y blanca faz, de labios rojos curvados en una sonrisa sutil y ojos verdes como un prado mojado, enmarcada por unos tirabuzones cobrizos. La mujer más hermosa que había visto nunca. Nuestra segunda protagonista.

Durante la actuación no dejó de observarla, de contemplarla, pero un tropiezo que la hizo trastabillar cayendo por detrás del escenario a unas cajas, que rompió estridentes y grandiosas carcajadas al público, hizo que la perdiera de vista. Cuando volvió a la barra no la encontró entre todas esas grotescas caras. Se había ido…

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Pasaron los meses, y volvió a encontrar a la joven pelirroja de largos y ensortijados tirabuzones. Cuentan que se enamoraron a primera vista, uno de esos amores prohibidos que te empuja desde dentro, que las hizo caer en el vicio de lo pecaminoso, de lo lésbico. Dicen, y es un hecho, que se hicieron amantes…

Los encuentros nunca se produjeron en la suntuosa casa de la joven burguesa de pupilas esmeraldas, sino que fueron testigos mudos las paredes de papel ajado, los humildes muebles viejos, la pequeña cama, las sábanas amarillentas de las habitaciones alquiladas por la joven morena.

Una de esas noches estrelladas, las jóvenes bebían su amor a besos, lo escribían en la piel de la otra con caricias, se amaban con las palabras entrecortadas y gemidos quedos. Ambos cuerpos desnudos, uno delgado, otro lleno de curvas sinuosas, se movían sensuales entre las bastas sábanas. Manos que iban a todas partes, apretando y arañando presas del su febril pasión, lenguas que intentaban sofocar el calor repartiendo saliva por sus miembros, alientos que intentaban escapar, pero sin querer hacerlo, del sofoco del momento. Se ahogaban en ellas, llenas de pasión, de amor.

Cuando todo explotó en blanco, y sus ojos volvieron a ver las paredes ajadas- la tímida luz de las farolas de la calle entrando por la ventana iluminando su culminado pecado- y sus bocas volvieron a respirar el aire cargado, y sus cuerpos, aún temblorosos, reposaron laxos y relajados sobre las revueltas sábanas, cuando notaron el frío que calaba en sus aún calientes carnes, se metieron entre los lienzos amarillentos y abrazadas intentaron conciliar el sueño... Pero éste tardó en llegar por lo que se acariciaron con ternura bajo las sábanas, ayudando a Morfeo en su tarea por envolverlas en un plácido sueño. Y así soñaron.

Cuentan que otras muchas noches después de hacer el amor, se quedaban ambas denudas, abrazadas bajo las sábanas y que la joven de ojos plateados acariciaba a la otra pálida ninfa de tirabuzones rojos, mientras hablan de sus vidas, de sus miedos y anhelos, de sus fantasías. De ellas. De su amor.

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Tras largos meses de visitas furtivas y fogosos encuentros, una noche de estrellas brillantes y luna menguante, después de hacer el amor, que a ambas les supo amarga por diferentes razones, nuestra segunda protagonista de cuerpo curvilíneo, sentada sobre la cama, tapada por la fina sábana contempló como la otra delgada mujer, desnuda, de pie sobre el frío suelo, observaba las estrellas y le decía que eran tan resplandecientes como ella. Su última bella imagen antes de la tempestad.

El silencio se alargó minutos, y finalmente la burguesa murmuró con palabras quedas y ojos húmedos lo que la morena nunca deseó oír. Se casaba, le dijo trémula pero decidida, se casaba con un hombre de gran reputación, prestigio y, por supuesto, riqueza, cosas de las que ella carecía. Con los ojos fuertemente cerrados aguantando la rabia que comenzaba a surgir de su interior oyó sin casi escuchar las razones por las cuales su amante la abandonaba por un individuo mejor posicionado que ella.

Tras los silenciosos y tensos segundos que prosiguieron después de la explicación, la joven desnuda, sin tan siquiera mirarla, se acercó al perchero y cogió una bata. De repente, en esta noche casi estival, su cuerpo se había quedado helado, congelado como si a su alrededor todo fuera nieve, hielo. Y tras una profunda respiración le recriminó sin levantar la voz, en tono susurrante pero afilado, todas aquellas veces que le había proclamado su amor y fidelidad. Dirigiéndole una última mirada dolorida, rota y furiosa. Enlazando por última vez sus orbes de argente con los licuados orbes esmeraldas, con un adiós visual se despidió de ella y se encerró en el baño.

Al cabo de las horas, cuando volvió a salir -más demacrada, rota y triste, con la cara congestionad, los ojos llorosos y la garganta constreñida- lo único que quedaba de su enamorada era el sutil perfume de su cabello y piel flotando insolente por la habitación. Cuentan que los cimientos de la vieja y pequeña pensión temblaron con el grito desgarrador le siguió.

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Un día como cualquier otro en el cabaret: hombres borrachos de dedos largos, gordos y feúchos, señoras sobre-perfumadas y más pintadas que las propias bailarinas y bailarines, alcohol, música, cantos y bailes. Copas yendo y viniendo de la barra a las mesas y de las mesas a la barra, comidas rápidas viajaban del mismo modo. ¡Ay cabaret grotesco y bizarro! El de siempre.

Tras el último espectáculo, tras el último hombre que sale por la entrada, comienza la batalla en pos de la limpieza y la decencia del local para el día siguiente.

Vestida aún con su disfraz de muñeca con demasiados remiendos y rasgaduras, su faz pintada de blanco con los pómulos muy coloreados y los labios color carmín, sus ojos rodeados de profundo negro, y la melena recogida en dos grandes y largas coletas, ayudó a acomodar sillas y mesas, a barrer comida y a fregar bebida del suelo pegajoso, recoger el escenario y a guardar el vestuario en los pequeños camerinos otorgados a las grandes “estrellas” del cabaret del número cuatro.

Despidiéndose uno de los músicos homosexuales de ella, salió por la puerta de atrás como aquella primera vez que había visto a la joven pelirroja, largo tiempo atrás, pero aún abierta la herida. Con su bolsa de cuero, pero ahora con sus ropas negras y marrones de calle, sin desmaquillarse salió a la fría noche estrellada- después de tantos días de tormenta-. Anduvo camino a la pensión, resguardándose del frío, por una de las calles principales de la cuidad, pero antes de girar la esquina que le llevaría a su pensión, no sabiendo bien la hora que era vio un coche (uno de los pocos que había en la ciudad) pararse en una de las esquinas de la calle en la otra acera y vio salir dos individuos. Un hombre y una mujer.

Nunca pensó que las farolas de las calles pudiesen ser tan crueles de iluminar esa escena tan denigrante, enfermiza, humillante y dolorosa a sus ojos. Cogida del brazo del hombre de largo y negro abrigo y arcaico sombrero de copa inglés iba su ninfa de largos cabellos ensortijados y cobrizos, contemplando con sus pupilas esmeraldas resplandecientes la faz de aquel hombre y contestando con una radiante sonrisa a los insustanciales comentarios del caballero sobre la hermosa ópera que habían visto…

Nuestra morena protagonista sintió como su corazón, cosido con frágiles hilos que sostenían los trozos por fuerza de voluntad, explotaba en trocitos más pequeños que se clavaron con saña bajo la piel y carne, arañando el alma de forma desgarradora. Sin evitar que las lágrimas cubrieran sus argentes ojos ni que su garganta dejara escapar un sollozo estrangulado, giró apresuradamente la esquina corriendo hacia la pensión.

Cuando llegó entrando al baño empezó a quitarse la pintura con las manos de forma brusca y dolorosa, magullando la sensible piel, enrojeciendo de más la pálida faz, restregó con el dorso de su mano varias veces sus labios esparciendo de forma grotesca la pintura carmesí de sus labios, las lágrimas que caían sin consuelo manchaban de negras pero pálidas líneas sus mejillas. Sus dientes apretados intentaron aguantar el llanto, hasta que la furia se hizo presa de su cuerpo y con un grito ahogado y ronco estampó sus puños contra el viejo espejo haciéndolo añicos como su corazón, cortando sus pedazos la fina piel de sus manos, produciendo cortes superficiales pero dolorosos. Empujada por la fuerza de sus acciones contra la pared de manera brusca se dejó resbalar, con silenciosos y amargos sollozos, por los blancuzcos azulejos… Sintiéndose rota, destrozada, usada, lastimada, dolorida, furiosa consigo misma, con ella. Con todo. Con las estrellas…

De ahí (cuentan, comentan, murmuran, relatan, dicen) el que odie tanto a las estrellas. Ellas se lo dieron y se lo arrebataron todo, sin piedad, a ella. A su amor. A su vida. Arrebatado por las estrellas…

Malditas estrellas…


* Relato pensado el día 5 de noviembre del año 2006, una noche de madrugada, inspirado por una canción de Lacuna Coil “Stars”. Relato realizado la madrugada del 11 de octubre de 2008*