15 de julio de 2008

Mar y Huerta



El Sol cansado se escondía en el horizonte, bajo un manto de agua salada. Las olas lamían sus bronceados pies y mojaba los bordes de su falda terrosa, caminaba con los brazos en cruz, protegiéndose del fresco viento de levante que mecía sus ropas y cabellos morenos, la luz del atardecer pintaba su curtida faz de dorado y sus ojos negros brillaban mirando hacia el mar, sus labios rojos se curvaban en una leve sonrisa mientras oía como los niños chapoteaban en el agua, corrían y gritaban: jugaban frente a la vasta Mediterránea.
Parando un momento su paseo, cerró los ojos y se dejó acariciar por la suave brisa levantina, inspirando hondo, cogiendo fuerzas, y con el aire que exhalaron sus pulmones dejó ir todas sus penas. Pues aunque hermoso fuese el mar y tan inofensivo pareciera, hacia años que se había llevado a su más preciado tesoro, lejos tan lejos de ella…
Cuando se dio cuenta de que el sol regalaba sus últimos rayos de luz, llamó a gritos a sus dos hijos, que jugaban con la arena mojada e intentaban construir un pequeño castillo. Ante la llamada de su madre, con protestas murmuradas entre ellos en secreto, obedecieron llegando a su lado. Los dos niños, empezando a tiritar por el frío, se agarraron con fuerza a las faldas de su madre y abandonaron con ella la playa…
**
Estando en casa, dentro de aquellas barracas con techo de barro y cañas, los niños se calentaban junto a la pequeña lumbre. Ella meciéndose en aquella mecedora mimbre, que le había hecho su amado cuando volvió de un pueblo alicantino, cosía un remiendo para los pantalones de uno de sus niños. Fueron pasando las horas y la lumbre fue extinguiéndose con el paso del tiempo, y los niños fueron cayendo en el dulce sueño de la inocencia abrazados entre si para darse calor. El calor humano que le hacía falta a ella, que aunque sus hijos fueran las joyas más bellas del mundo, le faltaba su cofre para ayudarla a refugiarlas… Tan sola se sentía la mujer…
Dejando el pantalón sobre la mecedora, despertó al mayor y cargó en brazos a la pequeña. Así, una de la mano y la otra abrazada al cuello de su madre, ésta los condujo tras la cortina de tela al dormitorio y los acostó en el colchón de paja. Bañada por la plateada luna de València, se desvistió y se puso el camisón, se acercó a sus hijos y los contempló con las pequeñas bocas entreabiertas y las mejillas sucias, los párpados cerrados y los cabellos pelirrojos enmarañados, reflejo fiel de su padre, energía, dulzor, cabezonería y ojos aguamarina, vivos como la Mediterránea. Una mano invisible apretó su corazón y sus ojos se anegaron de lágrimas, lágrimas que se obligó a tragar. Era duro, por supuesto, pero la vida siempre había sido dura y ella iba a tirar hacía delante como mejor pudiese. Aunque la pena y duelo aún anidara en su corazón, sabía con certeza que nunca volvería a verle. Jamás. Colocándose en medio de los dos pequeños, les arropó con la manta de colores y los acurrucó contra ella. De esta forma, sus párpados se cerraron y se abandonó a un sueño llenó de quimeras y anhelos…
**
Pasaron los años. Sus niños crecieron, el mayor se casó y se mudó a un barrio obrero industrial de la capital del País Valencià, la menor, se casó con un apuesto “llauro” vecino suyo, pero hacia poco tiempo que habían partido hacía Castelló.
Y allí estaba, de nuevo, paseando por la orilla del mar, dejando que las olas bañaran sus viejos pies. Miró su reflejo en el agua y vio pasar su vida, entre las ondas saladas. Su melena, antes morena y viva, ahora tintada de cabellos como la luna; plateados, cubiertos por un pañuelo negro. Su tez, antes bronceada y tersa, ahora estaba surcada por profundas arrugas y demasiado castigada por el Sol de la huerta. Su cuerpo esbelto y curvilíneo estaba algo encorvado y decaído. Sus ojos negros estaban hundidos y habían perdido todo su brillo de juventud. Aunque la pena continuara, nunca se habían marchado, ya no le quedaban fuerzas para llorar o jurar una y otra vez al mar por haberse llevado a lo que más amaba… Ya no tenía fuerzas para nada.
**
Camino a casa por la huerta, por un pequeño camino de tierra y barro, no muy lejos del mar, oyó un grito que parecía tan lejano, un grito que llevaba su nombre. Su corazón empezó a bombear con fuerza, hubiese jurado que parecía… Cuando volteó y solo vio el atardecer, el mar brillando anaranjado y las broza que se mecía con el viendo de levante, sus ojos se cerraron y conteniendo una sonrisa de burla, cuando fue a continuar su camino se oyó de nuevo la voz y su nombre, una y otra vez, pero ella continuó sin divisar a nadie, y pensando que era la vejez la que le jugaba estas malas pasadas, se decidió a ir a casa sin volver a girarse más.
Entonces, ya no fue un grito lejano el que se escuchó, muy cerca suya con la voz ahogada por el esfuerzo, una mano callosa se cerró sobre su brazo y susurró su nombre.
Sobresaltada se volteó y ante ella observó la imagen de un anciano que con una mano aferrando su muñeca, la otra apoyada en su propia rodilla, inclinado hacía delante resollaba y intentaba coger aire… La anciana le preguntó al extraño anciano que deseaba de ella y él le contestó:
-“Ja he tornat, gitana meua”
El anciano se irguió y pudo, por fin, contemplar su faz surcada de arrugas, por la edad, su cabello pelirrojo casi blanco tapado por una gorra negra y sus ojos aguamarina tan hermosos. Pero esa imagen solo duró unos segundo porque ante ella se materializó la figura de un hombre sano de cuerpo fuerte, con la piel blanca y el cabello rojo fuego, y sus ojos aguamarina brillaban con la fuerza de la juventud. Por fin, su amado habia regresado.
Él contempló a su amada embelesado, sin ver las taras de la edad, solo viendo su morena y tersa faz, sus sonrisa deslumbrante, su melena negra mecida por el viento bajo un pañuelo, un cuerpo que se adivinaba bajo las ropas curvilíneo y sus ojos negros brillando con la luz del atardecer.
Ambos se abrazaron con fuerzas y juntaron sus labios por unos segundos expresando con todo aquello su anhelo y miedo al olvido ajeno, a la perdida de aquello que quisieron por encima de todo. Se miraron a los ojos y con sendas sonrisa de felicidad en el rostro se marcharon camino a casa los dos ancianos. Abrazados.
El Mediterráneo y la huerta que la rodean fueron los únicos testigos del reencuentro después de décadas en las que en el mismo mar y paisaje los despidieron.

******


Inspirado en las bellísimas canciones de un grupo valenciano llamado "L'ham de Foc". Éste grupo, bajo la voz de Mara Aranda, interpreta música tradicional y medieval mediterránea y oriental con instrumentos típicos de diversos lugares del Mediterráneo.


(No es de muy buena calidad)