4 de agosto de 2008

Luna de Arcilla

A orillas del Mediterráneo, sentada, en el muelle de madera astillada y húmeda del rocío marino, esperó a la luz de la luna de "Balansiya" deleitándose con el perfume de violetas y mar, que apareciera entre las olas del mar el barco mercante con el que le vio marchar por última vez.

Su despedida fue tan pasional como amarga. Llena de amor y tristeza por la gran distancia que los separaría y el largo tiempo en el que no se verían.
Escapándose del palacio donde residía, escondida tras capas de telas ricas y lujosas, agazapada entre las sombras llegó a una pequeña alquería cerca del mar, allí su amado la esperaba. Recibiéndola con los brazos abiertos y los labios ansiosos. Pero ella acalló y apaciguo sus ansias susurrándole dulcemente que se sentara sobre los cojines y se acomodara. Su amado se merecía una despedida que nunca olvidara y como tantas veces se lo había pedido y ella tantas otras le había repetido que ese privilegio solo lo tenía el Taifa, al cual pertenecía, y por tanto no podía concedérselo, olvidados todos los miedos de que se conociera su romance con un comerciante mozárabe y de sus represalias, que todas de una manera más o menos cruel conllevaban la muerte, decidida por la amargura y tristeza de no volverlo a ver le concedió su más preciado tesoro: su baile y su guardada virginidad a la espera de que su señor decidiera tomarla.
Se desprendió de las pesadas telas que cubrían su cuerpo revelando una figura curvilínea y morena ataviada con suaves gasas y sedas engarzadas con pequeñas piedras esmeraldas y cristales, su sedoso y ébano cabello cayó ondulado sobre sus desnudos hombros. Empezó lenta y sensual su baile. Sin música, el silencio rotó por la respiración del hombre mozárabe que al ver como empezaba a mover sensual las caderas se le aceleró el corazón y el rubor acudió a su pálida tez y sus ojos azules no se perdieron ningún movimiento. La joven, cerrados los ojos dejó que su cuerpo grácil se moviese cual caña empujada por el viento, se sintió mecida y querida, sabiendo que toda la atención del hombre estaba posada en ella. Empezó el canto, un canto triste en árabe, que el entendió y el corazón también se le encogió, aún estando embelesado por su movimiento. El canto le acarició como si fueran las tersas manos de su amada, dulce, triste, amargo pero a la vez sensual, esperanzado. Los movimiento se hicieron más bruscos y rápidos el canto cesó y entre lágrimas la joven abrió los negros ojos y vio reflejados en los de su amado tanto amor y deseo que abrumada se acercó a él entre movimientos, agachándose le susurró al oído que la hiciese suya.

Y esa noche fue suya. Bailaron los dos desnudos en cuerpo y ánima sobre los cojines de la pequeña alquería frente al mediterráneo, amparados bajo la luz de una brillante luna valenciana. Entregándose él uno al otro.

Estos recuerdos parecían muy lejanos, hacía meses que esperaba cada noche sentada en el mismo muelle la llegada del barco mercante lleno de plata y oro, con su amado en el barco. La luna y el mar habían sido testigos las dos de las lágrimas que se habían confundido con el salado líquido, de sus suspiros arrastrados por la brisa marina, de sus terribles sentimientos de esperanza mezclada con angustia que iba aumentando alentada por las vagas noticias de su regreso.

Éste vagar sin descanso ni reposo se había convertido en una rutina, de mañana hasta la víspera de la noche, cuando se escondía el odiado sol, dormidas las demás mujeres del grandioso harem de su señor, con ayuda de su hermano menor, eunuco y guardián del harem, escapaba por un pasadizo del palacio envuelta en telas oscuras para no ser vista ni reconocida como mujer. A oscuras agazapada entre las sombras llegaba al pequeño muelle y en un pilón de madera astillada y mojada se recostaba a la espera de que la luna iluminase algún día un barco mercante. Entretenida traía siempre consigo una violeta que deshojaba tirando los pétalos al mar que sus olas arrastraban hacia el horizonte. Cuando empezaba a despuntar el sol, al cual odiaba, se dirigían aún entre las sombras hacía el castillo y antes de que las primeras mujeres, más mayores y de más categoría despertasen ella llegaba y fingía dormir entre las demás, enterrando la cabeza entre las perfumadas almohadas rompiendo en un llanto silencioso tapada por las hebras ébano de su cabello ondulado.

Y así, un día tras otro esperó el regreso de su amado, deshojando violetas, vertiendo lágrimas saladas, y dejando escapar suspiros que se los llevaba la brisa del mar. Triste, pero ciegamente esperanzada por el gran y sincero amor que la ligaba con ese hombre de mirada color cielo y cabellos como el oro con el que comerciaba, espero y los inviernos, primaveras, veranos y otoños pasaron.
Aún siendo bella y joven cuando el mar deshojó la última violeta y su aliento escapó con el viento de poniente llevándolo lejos a donde fuera que estuviese su amado. Su cuerpo y ánima descanso al fin inerte y relajado cuando los frágiles rayos del sol alumbraron su morena tez y sus ropajes lujosos y oscuros envolviendo su cuerpo.

Así descanso Badriyyah cuando el Mediterráneo deshojó la última violeta que en sus cálidas manos se halló.


***

Inspirada una vez más en la hermosa y embriagante música mediterránea de "L’Ham de Foc", esta vez en una de sus más tristes y preciosas canciones: “Una lluna d’Algeps”.